Una historia a reflexión

Posted by Andy | Posted in | Posted on


Una niña de ocho años, hermosísima, mimada, hija única de padres que la adoraban, padres inteligentes, hermosos también, de una posición holgada, que le garantizaban a su hija una vida que sería imposible predecir feliz, pero sí provista de todas las cartas para que no fuera desgraciada. Y esta níña es súbitamente víctima de una enfermedad incurable. En un año, entre ingresos y salidas del hospital, mejorías y recaídas, va perdiendo su belleza, sus cabellos, su vida, hasta convertirse en una muñequita triste, huesitos y piel transparente, que aterrada, no acierta a explicarse lo que le sucede, no comprende por qué antes corría, jugaba, saltaba por parques, playas y jardínes con otros niños y ahora tiene que estar en ese cuarto de hospital, sin poder moverse de la cama, rodeada de enfermeras, de hombres vestido de blanco que la observan, la palpan, la pulzan, y de sus padres que cada vez hablan menos, que envejecen cada día a su cabecera, que la miran convulsivamente, como algo que va dejando de ser suyo. Ignorante. inocente, está ya mordida por la muerte y, un día, de pronto, ya no vuelve a ver a sus padres, ni el oso de peluche con que dormía, ni ese librito de figuritas, ni la jeringa que temía, ni nada. Toda ánima, todo soplo la abandona, queda arrugada, hueca, vana, pura envoltura, como un globo de fiesta desinflado.
¿ Por qué nos aflige tanto la muerte de un niño? ¿No es acaso lo mismo morir a los ocho años que a los treinta o los cincuenta? No, porque con los niños muere un proyecto, una posibilidad, mientras que con los adultos muere algo ya consumado. La muerte de un niño es un despilfarro de la naturaleza; la de un adulto, el precio que se paga por un bien que se disfrutó.

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